EL ÚLTIMO MOHICANO

Este fin de semana se han cumplido veinte años de la muerte de don Pío, el

último maestro de la escuela unitaria de Pedrosa de  Montesaltos. Cuando

llegó, todos los chicos lo estábamos esperando, vino acompañado de su

madre, traía varias maletas. A mí me tocó coger una que pesaba como si

estuviera llena de piedras, como no podía con ella, mi padre mandó a un

empleado del  ayuntamiento a que la llevara, tuvo que hacer un montón de

paradas, contenía los libros del maestro. Don Pío era un hombre de apenas

metro sesenta y cinco, delgado, de manos menudas y de voz grave, tenía una

mirada penetrante y una sonrisa inquieta. Su padre había fallecido en un

accidente de tráfico, según nos contó en una ocasión, y era hijo único. 

Llevábamos varios meses sin clase, a don Cirilo lo jubilaron al cumplir los

setenta y se marchó con su hija a la capital.

 

Desde entonces ningún maestro había querido venir a nuestra aldea, de difícil

acceso, el autobús solamente llegaba los miércoles a Pedrosa de  Montesaltos

que estaba alejada de la civilización y apenas  superaba los doscientos

cincuenta habitantes.

Mi padre, que era el alcalde, lo acompañó a la  escuela.  En la parte de arriba

tenía la vivienda, y allí se alojaron el maestro y su madre. Don Pío pasó al aula,

y, al tocar una de las mesas con los dedos, comprobó que estaban llenas de

polvo.

 

─¿Cuántos alumnos hay matriculados?          

─Veinte, de todas las edades, niños y niñas desde infantil hasta el último curso

de primaria.

─¿Cómo es qué han estado tanto tiempo sin maestro?

─Aunque hemos ofertado la plaza, nadie ha querido venir hasta  que usted

aceptó.

─Tendremos que tratar de recuperar el tiempo perdido.       

─Si usted lo desea, empezaremos inmediatamente. 

─Hay que limpiar el aula. ¿Cuánto tiempo tardarán?

─Se necesitan por lo menos un par de días para dejarlo en estado de revista.

Si hubiéramos sabido que venía la hubiéramos adecentado antes.         

─Me duele mucho tener que desperdiciar ese tiempo tan valioso, está bien,

espero que solo sean dos días.                          

─Puedo garantizárselo, no me gusta jurar porque está muy feo.   

─Creo en su palabra, señor alcalde, pero hay que ponerse de inmediato. A mí

no me importa echar una mano si hiciera falta.          

─No, señor maestro, cómo va usted a hacer  el aseo de la escuela, ¡dónde se

ha visto tal monstruosidad!          

Nada más dejar al maestro, mi padre mandó a cuatro personas, dos hombres y

dos mujeres, para que se pusiesen a limpiar la escuela. Se dieron un buen tute

y a las diez de la noche ya habían terminado. Cuando mi padre fue a ver,

aprovechó y subió a hablar con el maestro, le dijo, que si le parecía bien,

podían empezar al día siguiente. Don Pío asintió.     

A las diez de la mañana  acudimos a la escuela, a pesar de que ya todos lo

habíamos visto bajar del autobús,  estábamos expectantes por conocerlo

personalmente. Aunque hacía un frío que nos congelaba la sonrisa,  estuvimos

esperando desde media hora antes.

─Podéis pasar, chicos –fueron sus primeras palabras.

En fila india, en un par de minutos, la calle se había quedado vacía.      

─Mi nombre es Pío, don Pío para vosotros –dijo con voz contundente y

escribió en la pizarra:

 

Pedrosa de Montesaltos, jueves 10 de enero de 1963.

Tenía una letra redondilla que nos impactó.

─Hoy os voy a hablar de la importancia de hablar en público.        

─¿Puedes decirme lo que has hecho desde que no asistes a clase? –me

preguntó señalándome con el dedo índice.    

Yo, que estaba más nervioso que un monologuista al que se le ha olvidado lo

que tiene que decir, no dejé de tragar saliva y no supe contestar. 

─Está bien, muchacho, no te preocupes. Sin lugar a dudas la culpa ha sido

mía por pedirte algo para lo que no estás preparado. Lo siento.     

A continuación anotó en la pizarra un pequeño guion.       

Prepárate sobre lo que vas a escribir.

Piensa muy bien, antes de poner negro sobre blanco.

Hazlo con calma, sin precipitaciones.

Por último, escríbelo y trata de leerlo en voz alta.

Para mañana quiero que me traigáis una redacción con todo lo que habéis

hecho desde que tuvisteis clase por última vez.

Acto seguido nos leyó un cuento, que debía de ser de su autoría, porque por

más que he tratado de encontrarlo en los libros, no lo he conseguido. Cuando

terminó, todos nos quedamos boquiabiertos y nos limitamos a mirarlo.

Después dijo que sacásemos las enciclopedias, cada grupo teníamos las

nuestras y nos animó a que leyésemos. Se dirigió a Fernando y le indicó que

empezara.  Trastabilló tanto que el maestro tuvo que intervenir.

─Mirad, chicos, tenéis que leer como si os fuera la vida en ello. Quiero decir

que debéis sentir lo que leéis, con su entonación, sus paradas, sus pausas.

¿Te importaría volver a leer?

Fernando  leyó precipitadamente, sin detenerse, todo con el mismo tono.

Entonces el maestro nos contó una anécdota que no olvidaríamos jamás. En

un lugar muy lejano un rey que era muy perezoso para la lectura contrató a

unos discípulos que apenas sabían leer. El primero leyó el cuento tan rápido

que cayó desplomado, así sucedió con cinco lectores más, hasta que mandó

llamar al maestro y le preguntó la causa. Antes de darle una respuesta leyó el

texto con la mirada y comprobó lo que pasaba.

─Majestad, ya sé el motivo por el que mis alumnos no han podido resistir la

lectura y se han quedado en el intento.

─Habla, maestro, ¿qué es lo que ha ocurrido?

─La persona que ha escrito este relato ha cometido demasiadas faltas de puntuación.

─¿Cómo puede ser?

─No lo sé, majestad, pero ese es el por qué, no han tenido tiempo de respirar y

han muerto por falta de oxígeno.

Nos quedamos con la mirada fija en los ojos del maestro. Nos  preguntábamos

cómo podía morir alguien leyendo un cuento.

 

─Escuchad, voy a leerlo, aunque lo voy a hacer exagerando un poco.

El maestro, hacía una pausa en las comas, respiraba con profundidad en los

puntos, entonaba la b y la v, para que la diferenciásemos, y nos transmitía  una

confianza que, aunque nos costó, hizo que todos terminamos leyendo como si

fuésemos profesionales.

Nos puso en la pizarra unas cuentas de sumar. Unas sencillas para los más

pequeños y otras más difíciles  para los mayores.

Mientras hacíamos esas operaciones él fue llamando a los más jóvenes y les

fue enseñando a leer. No sé cómo lo hizo, pero, en un trimestre, todos

terminaron leyendo con mucha fluidez.

Llegó la hora del recreo y salió con nosotros. Era uno más a la hora de

participar, nos enseñó un montón de juegos que no conocíamos, yo creo que

se los inventaba para tenernos siempre activos.

A los dos años de estar en el pueblo se casó con mi tía, la hermana menor de

mi padre. Aquello sirvió para que quedara comprometido con el pueblo durante

muchos años.

Si había algún problema de organización o de cualquier asunto relacionado con

los vecinos, mi padre siempre le consultaba y tenía muy en cuenta sus

consejos. Eso lo convirtió en una persona muy influyente en los asuntos

municipales.

Aunque las clases no empezaban hasta las diez, don Pío siempre iba una hora

antes, tenía que encender la estufa de leña, he de reconocer que no era muy

hábil, muchos días llegaban las diez y todavía no  había conseguido

encenderla. Yo me ofrecí y él aceptó. Creo que era de las pocas cosas que no

se le daban bien.

Una mañana, a pesar de que el aula estaba caliente, el maestro estuvo en

clase con su boina, con una pelliza y una bufanda al cuello, no paró de tiritar.

Apenas podía hablar, entonces llegó el cura, que, al verlo, le dijo que así no

podía dar clase. El maestro le contestó que había cogido un poco de frío y que

no tenía importancia. Fue a comunicarnos que el domingo venía el señor

obispo y que nos haría algunas preguntas sobre el catecismo. A continuación

se marchó.

─Ya habéis oído lo que ha dicho el sacerdote –nos dijo con voz apagada.

A los diez minutos se presentó el médico, que en ese momento estaba en el

pueblo pasando visita, llevaba diez aldeas de la zona, al verlo, le tomó el pulso

delante de nosotros, le colocó el termómetro y nos dijo que nos marchásemos

a casa, que durante unos días el maestro no podría darnos clase.

Estuvo un par de semanas en cama, por lo que supimos después, había cogido

unas fiebres por haber comido un queso en mal estado. Estuvo tan mal que

nos temimos lo peor. Cuando fui a su casa, me susurró mi tía, que don Pío no

podía recibir a nadie. Fue la única vez que el maestro faltó a clase en toda su

vida.

Cuando el domingo vino a la iglesia el señor obispo y preguntó por el maestro,

el sacerdote le respondió  que estaba con fiebre en cama y que no había

podido venir. Se dirigió a nosotros y nos hizo unas preguntas sobre el

catecismo. Todos respondimos con firmeza y precisión lo que le llamó

poderosamente la atención.  Se nota que el maestro se lo ha enseñado muy

bien. Le comentó al cura.

Nosotros tuvimos el honor de ser la primera promoción de alumnos de don Pío

 

que,  durante cuarenta años, fue el único maestro del pueblo. A pesar de los

pocos habitantes, entre sus pupilos ha habido escritores con prestigio,

catedráticos de universidad, investigadores, presentadores de televisión,

especialmente mujeres que copan los  micrófonos.

Hace unos meses  que he heredado el puesto de alcalde, me he propuesto

hacerle un homenaje por todo lo que nos dedicó. Fue un hombre risueño que

nos transmitió esa alegría  y ese saber y nos inculcó que la educación era el

bien más preciado, que no lo desaprovecháramos. ¡Cuánta razón tenía!

Falleció al poco de jubilarse. Aunque hemos tratado de que siguiera abierta la

escuela  y mantener su espíritu con la llegada de otro maestro que lo supliera,

no fue posible. Nadie quiso venir.  Hoy, los chicos y chicas toman un autobús a

las ocho de la mañana que los lleva al colegio,  donde conviven con los de

otros pueblos en un centro comarcal a más de cuarenta kilómetros, por una

carretera sinuosa donde la figura del último Mohicano  ha desaparecido.

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