Premio narrativa breve 2018 de Socuéllamos

El día 26 de julio a las ocho de la tarde tuvo lugar la entrega de premios de la quinta edición de narrativa breve de Socuéllamos. Yo obtuve el de mayores de 65 años para personas nacidas o residentes en la localidad por el relato titulado:

Mi abuelo, mi nieto

 Aún recuerdo la imagen de mi abuelo Dámaso, aquel hombre de  metro ochenta, siempre llevaba un sombrero negro,  tenía una mirada penetrante y le costaba mucho sonreír.

Mis abuelos solo tuvieron a mi madre. Fui el único nieto,  ella  murió en el parto.  Mi  padre, cuando  supo que mi madre estaba embarazada, la abandonó. Mis abuelos me acogieron como si  hubiera sido su hijo.

Tuve una educación muy estricta, debido a mis personales circunstancias de ser un chico que no tenía a sus verdaderos padres,  mi abuelo me marcó un camino del que no podía desviarme ni lo más elemental. Debía de estar en casa al salir del colegio, apenas me dejaban salir a jugar a la calle. Estaba en todo momento sobre mí controlando todo lo que hacía. Él trabajaba en el campo de sol a sol.

A pesar de todo, cada noche, antes de irme a la cama desde muy  niño me enseñó a leer y a escribir. Decía que la mejor herencia que se le podía dejar a un hijo era que estuviera bien formado. Yo no entendía muy bien lo que me quería decir porque era muy pequeño. Siempre lo estaba esperando, llegaba a casa y mi abuela le tenía preparada una palangana de agua, se lavaba y enseguida se ponía conmigo. Cuando ya fui conociendo las letras me decía que era necesario que leyera todos los días. Recuerdo que un día, por mi cumpleaños, cuando ya leía con fluidez, me dijo, hijo, siempre me llamó así, y nunca por el de Gerardo, que también lo era el de su padre.      

En cierta ocasión recuerdo que el maestro se puso enfermo y todos los chicos nos fuimos a jugar a la era. Don Serafín, a pesar de no estar en condiciones de dar clase, fue  y se la encontró vacía. Se lo contó a mi abuelo y fue la primera bronca que me dio.

Todavía recuerdo sus palabras:   

─¡Si el maestro no está, esperas en la puerta de la escuela aunque esté nevando! –exclamó con los labios cerrados y con una mirada inquisitorial que parecía que me fuera a pegar. 

No lo hizo, cerré los ojos y me eché a llorar.       

─Hijo, dice un refrán sabio, que quién mucho te quiere te hará llorar. Ya sé que no soy muy original, pero estoy convencido de que mis palabras te llegarán a lo más  profundo de tu alma y que algún día te acordarás de lo que te digo.         

Mi abuela tuvo que llevarme al cuarto de baño que acabábamos de estrenar y me lavó la cara. Me susurró al oído que jamás llorase delante del abuelo.   

Dejé de llorar y no me atreví a preguntarle el motivo, me quedé mirándola durante unos segundos y después me dijo que era la hora de cenar.        

Mi abuelo me estuvo observando durante toda la cena y no me comentó nada más. Cuando hube terminado me comentó que tenía que leer un libro titulado Los consejos del abuelo de un autor que en estos momentos no recuerdo. Cuando apenas había leído un par de páginas, los ojos me pesaban tanto que no podía seguir leyendo, pero tenía que hacer un esfuerzo grande para no contrariarlo. Él, cuando se dio cuenta de que no podía seguir, me dio permiso para que fuera a mi habitación.

Cuando me metí en la cama no pude dormir pensando en los consejos que había empezado a leer. Recuerdo uno que decía.

Puede que creas que los viejos no tienen razón porque son demasiado mayores, reflexiona en que algún día tú serás como ellos y tendrás que aconsejar a los jóvenes que les pasará lo mismo que tú piensas ahora.

En aquel momento me preguntaba para qué necesitaba yo esos consejos tan tontos.

Ya no volví a leerlo más, lo guardé en un baúl, como si de un gran secreto que había que proteger se tratara.          

Conforme me iba haciendo mayor mi abuelo  fue siendo más gruñón. Si la comida estaba salada porque estaba salada, si sosa porque no le gustaba sosa. Recuerdo que cuando cumplí los quince a mi abuela le dio un ataque al corazón, la llevamos a una clínica a Madrid. Allí estuvo toda la Navidad y cuando creíamos que se pondría bien, falleció. A mí no me apetecía ir a clase decía que para que necesitaba aprender si no estaba mi abuela. Entonces cogió mi abuelo y me dijo:        

─Tu abuela ha sido mi mujer durante cuarenta años. ¿Acaso crees que para mí no era importante? Tú eres muy joven, tienes todo el tiempo para vivir la tuya. En ella no estará tu abuela y, no sé cuánto más podremos estar juntos. Un día me iré, te quedarás solo y te comportarás como un hombre. Nosotros, seremos entonces para ti un mero recuerdo y tú no podrás detenerte por eso.       

─Tienes razón, abuelo, te quiero –le dije con lágrimas en los ojos y le di un abrazo.          

Me fijé en que él tampoco pudo evitar que le pasara lo que a mí y giró la cabeza para que yo no lo viera. Respiró profundamente, sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz.        

Como en el pueblo no podía estudiar el bachillerato superior  tuve que hacerlo fuera, en Alcázar de San Juan. Me matriculó, me buscó una casa en la que alojarme y me dijo que aprovechara el tiempo. Cuando se despidió de mí me abracé a él y le dije que yo no me quería quedar solo.

─No seas chiquillo, Gerardo, te traigo aquí para que te conviertas en un hombre.

No me decepciones ahora.           

─Tienes razón, abuelo. No lo haré. Estudiaré todo lo que pueda para que te sientas orgulloso de mí. Estaba deseando de que llegara el viernes para regresar al pueblo y verlo.

Estuve tres cursos allí hasta que aprobé las pruebas de acceso a la universidad.

Me matriculé en Económicas en Madrid y entonces ya no pude ir cada

fin de semana, lo hacía de trimestre en trimestre. Los dos primeros años, apenas me di cuenta de lo torpe que se había vuelto, se le caía el caldo de la cuchara cuando comía.  Había estado tan metido en mis estudios que fui incapaz de verlo.

A partir del tercer año lo encontré  muy desmejorado, le temblaban las manos y ya no tenía aquella facilidad de palabra de antes. Cuando pasaron  cinco años  terminé mi carrera y regresé al pueblo. El abuelo  desfallecía por momentos, apenas podía andar y necesitaba ayuda para poder comer. Entonces recibí una carta en la que me aceptaban como economista en una importante empresa internacional en Bilbao. Se lo comenté  pero él no se daba cuenta de nada. Les llamé y les dije que le agradecía mucho su propuesta pero que mi abuelo me necesitaba y que no podía dejarlo solo. Un día me miró a los ojos y me dijo, Gerardo, ayúdame, no puedo ir al servicio pero contigo no habrá nada que se nos resista. Hacía ya más de un año que lo llevaba.

Recuerdo su mirada clavada en la mía, cuando de repente se echó a llorar. No me abandones Gerardo, no me dejes nunca. Dijo con voz lastimera. Tuve que llamar a la ambulancia y me fui con él al hospital. No sé lo que me daba ver a mi abuelo con tantos aparatos puestos. Él trataba de llamarme a través de la mirada, apenas se distinguía lo que decía más allá de meros susurros. Era consciente de que mi abuelo trataba de despedirse de mí, pero él no podía hablar. Fueron momentos en los que tuve que reprimir las lágrimas para que no me viera. Entonces clavó su mirada en la mía, la contuvo durante unos segundos, me cogió la mano con la suya y así se quedó.

Al enterrar a mi abuelo me puse a buscar trabajo. Lo encontré en el Banco Regional  de La Mancha, entidad en la que necesitaban a una persona de mi perfil. Acepté, conocí a  Nuria y al año nos casamos. Cuando, después de quince años, habíamos abandonado la idea de ser padres, se quedó embarazada. Tuvimos una niña, mi mujer murió en el parto. De nuevo se repetía la historia. Tuve que dejarla con una vecina mientras yo me iba a  trabajar. La vi crecer aunque no podía olvidar el recuerdo de mi esposa. Conforme fue haciéndose mayor, cada vez se parecía más a su madre.

Cuando apenas había cumplido los quince, me pidió permiso para llegar más tarde a casa, eran  los carnavales del pueblo. Nuria, que se llamaba como su madre, no aparecía. Salí a buscarla, pregunté a las amigas pero me dijeron que hacía por lo menos tres horas que no la habían visto. Había estado con un chico de unos veinte años pero que no podían decirme nada más. Seguí buscando hasta que no quedó ningún lugar donde ir, entonces regresé a casa y allí me la encontré en la calle, había perdido la llave y estaba con el traje de princesa hecho jirones. Entonces se arrojó en mis brazos y se puso a llorar.

            ─Lo siento papá, lo siento mucho. Yo no quería, me forzó y cuando terminó se fue.           

Sin preguntar nada más la llevé al centro médico y allí confirmaron lo que temía.   

─No te preocupes, Nuria. Tú no has hecho nada malo. No te dejaré sola.

Pedí tres meses de baja de empleo y sueldo. Tuvo que estar todo el tiempo en reposo hasta que nació el bebé. Ella murió en el parto. La maldita fortuna también se ensañó con ella. Me quedé solo con mi nieto. La historia volvió a repetirse, al igual que hizo el abuelo conmigo, yo tenía que sacar al mío. Adolfo no paraba de llorar, parecía que se daba cuenta de que no tenía a su madre. Lo cogí, lo acurruqué entre mis brazos y se quedó dormido. Estuve  mirándolo y entonces una lágrima recorrió mi mejilla hasta que se estrelló en el suelo. Lo eché en su cuna y me quedé vencido. Adolfo se despertó porque tenía hambre, abrí los ojos y le preparé un biberón. Entonces se volvió a quedar dormido.

Una tarde Adolfo vino a cansado a casa y yo le preparé chocolate con tortas. Intentó encender el televisor pero el mando no tenía pilas. El receptor estaba colgado en la pared y yo no llegaba desde el suelo. Tuve que subirme a un taburete, no conseguía dar con el botón. Estirándome conseguí encenderlo pero, como no estaba bien apoyado, me desequilibré y caí al suelo.

Varios días después, al recobrar el conocimiento.       

─¿Dónde estoy?     

─Está usted en el hospital ─dijo una enfermera.           

─¿Qué es lo que me ha pasado? ─pregunté con las cejas altas.

            ─Se dio un golpe en la cabeza –me contestó con una sonrisa.          

─Mi nieto, ¿dónde está mi nieto? –pregunté con los ojos desorbitados.      

─No sabemos nada de él, pero no se preocupe y descanse. 

─¡Quiero ver a mi nieto! –repetí varias veces.   

La enfermera tuvo que inyectarme un sedante para que me quedara dormido. Al cabo de una semana me dieron el alta y regresé a casa. Cuando llegué, mi nieto me estaba esperando, durante mi estancia en el hospital, una vecina se había hecho cargo de él.         

─Abuelo, abuelo, ¡qué alegría verte! –me dijo al tiempo que nos abrazamos.         

─¿Cómo estás Adolfo?, veo que has crecido.  

─No sabes el susto que me llevé. Cuando te caíste del taburete vi en televisión que en caso de emergencia debía llamar al 112. Cogí el teléfono y enseguida pude hablar con ellos. Me preguntaron si estabas despierto y yo les dije que no. Entonces me aconsejaron que te dejara, que ellos llegarían lo antes posible.

            ─Siento que te asustaras, Adolfo.

            ─Cuando vi que te llevaban en camilla no paré de llorar, quise irme contigo pero no me dejaron, la vecina me llevó a su casa.

            ─Ahora ya estoy aquí contigo, no te preocupes –dije con la boca sonriente.

            Al cabo de una semana le comenté a mi nieto que fuera al baúl y que cogiera un libro que tenía guardado allí. Adolfo vino enseguida con él, tenía tanto polvo que tuvo que coger un plumero para sacudirlo.

            ─Los consejos del abuelo –leyó mi nieto ¿Este libro es para mí? –inquirió Adolfo con los ojos puestos en el título.

            ─Este libro me lo regaló mi abuelo cuando  era como tú.

            ─Entonces tiene muchos años –dijo mi nieto.

            ─Ya lo creo. Y mucha sabiduría. Quiero que lo leas y luego comentamos las cosas que dice.     

            ─Muy bien, abuelo. Lo leeré –me dijo mientras lo hojeaba.

            Mi nieto terminó  la primaria y fue al instituto. Tenía claro que quería estudiar Económicas como yo. Lo hizo en la Autónoma de Madrid.

            Tuve un infarto y me tuvieron que hospitalizar. Yo no le quise decir nada pero su novia  le comentó mi situación y vino a verme. Estuvo conmigo hasta que me dieron el alta. Terminó su carrera con unas notas excelentes. Yo cada día me encontraba peor aunque delante de él traté de disimular. Le ofrecieron un buen puesto en una importante empresa de Bilbao pero lo rechazó. Estuvo unos meses conmigo hasta que estuve mejor. Entonces le ofrecieron el puesto de gerente en la cooperativa. Aceptó. Le pidió a su novia que se casaran.

            ─Abuelo, tienes que ser mi padrino de bodas. No admito un no por respuesta –me dijo con la mirada chispeante.

            ─Muy bien, Adolfo. Ya tienes padrino.

            Estaba muy ilusionado con el matrimonio de mi nieto. La noche anterior me repitió el infarto y tuvieron que llevarme  al hospital. Allí estaba Adolfo, junto a mí. Estreché su mano  sin parar de contemplarlo hasta que perdí la mirada.

 GREGORIO

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